Una tarde más,
al terminar las clases, me dirigí como de costumbre a mi habitación, la noté
más fría de lo habitual, una extraña corriente de invierno volaba por el dormitorio.
Decidí que esa tarde saldría, solo faltaba encontrar la chaqueta que días atrás
tiré en el rincón junto al armario. Apareció encima de todas las
cartas con las que Claudia Lorenz me había hecho llorar, pensar, y volver a
llorar meses atrás. No pude evitar
mirarlas durante un rato mientras me ponía con parsimonia la chaqueta, era todo
lo que tenía de ella, a veces en sueños las volvía a leer. A veces sentía que
esta niña con apellido majestuoso volvía para torturarme mientras dormía, como
lo hacía cuando estábamos juntos.
El sonido del
timbre que anunciaba la cena, siempre me pareció pronto, me despertó de aquella
realidad, fue entonces cuando me di cuenta de que había estado cerca de dos horas postrado a los pies de la cama observando los escritos que Claudia me
había dejado. Tenía la chaqueta puesta y las manos frías, apoyadas en el suelo,
quería volver a leerlas, pero no podía. Por unos minutos seguí sin poder
moverme, pensarían que me había ido del internado si no llegaba a tiempo al
comedor. Bajé asombrado
por lo que pasó en mi habitación, no me había dado cuenta de todo el tiempo que
había pasado. Aquel cuerpo rendido a los pies de la cama no era yo, mi mente
había viajado años atrás, mi historia no duraba solo una hora, estoy seguro de
que si el timbre no me hubiese sacado de aquella fantasía me podría haber
quedado allí toda la noche.
La cena
malísima, como todos los viernes. Ese pescado parecía recién sacado del puerto,
aún olía a mar, quizá tuviese un buen sabor, pero no era capaz de comerlo.
Después de cenar solía jugar a las cartas con Ángel y Carlos. No estaba
permitido en el internado, el director opinaba que nos incitaba al derroche, a
la mala vida, nunca comprenderé por qué. Allí dentro no teníamos nada de valor
que poder apostar. Pero esa noche no fui con ellos. Claudia y yo habíamos quedado
para despedirnos de manera oficial y definitiva, esa noche podría ser perfecta
para recuperarla. Me escapé del
internado, como hacía casi siempre después de las once, y nos encontramos a la
salida del metro de Urquinaona. Caminamos dirección Ciudadela, o parque
tenebroso como me gustaba llamarlo a mí. Ella llevaba encima unos gramos, y así
como su personalidad y egocentrismo, lo que portaba también era tóxico.
Todo ocurrió
muy deprisa, pero antes de que nos diéramos cuenta teníamos a unos secretas
encima haciéndonos preguntas y trasladándonos a comisaría. Entre rejas Claudia
me clavaba la mirada. No he hecho nada malo, me decía a mí mismo. La sombra de
los barrotes le restaba lucidez a mi mente y en la penumbra de la celda
escuchaba conversaciones que me incumbían. Escuchaba también a Claudia quejarse
y a un agente repitiendo estúpidamente palabras ofensivas. Oía golpes y el
intermitente roce de lo que suponía era el cuerpo del agente frotándose con el
de Claudia.
Escuchaba
también mi silencio absoluto y pensaba: me repondré de esto. Las llaves de la
puerta del principio y el fin rajaban desde la primera capa de carne hasta el
último tejido de su alma. Aumentaban
todos los sonidos, y yo seguía ahí callado y parado. Se fugaba la intensidad y
la identidad, y yo me iba con ella. Solté las rejas, salí de allí y esperé ya
tranquilo fuera. Uno de los guardias me recriminó que era muy joven para andar
por ahí de noche un viernes con drogas encima, y que se veía obligado a avisar
a mis tutores de lo ocurrido. Esperé sin abrir la boca sobre lo que acababa de
presenciar. Escuché risas
y distinguí las siluetas de los agentes y de Claudia. Salimos a la calle, y yo
me sentí más libre que nunca. Fue entonces cuando comprendí que el sentimiento
de justicia no habitaba en mi interior, y que tal vez yo también me convertí en
un criminal.
Ahora, diez años después, me viene ese momento a la mente, y solo sus chillidos hacen que por un segundo crea arrepentirme de la atrocidad que estoy cometiendo ahora mismo. Le tapo la boca y bajándome la bragueta pienso que solo es una tarde más.
Marina Koizumi
Relato para el concurso de historias de Hombres (y algunas mujeres)
organizado por Zenda e Iberdrola