domingo, 10 de marzo de 2019

Las cartas en el camino


Una tarde más, al terminar las clases, me dirigí como de costumbre a mi habitación, la noté más fría de lo habitual, una extraña corriente de invierno volaba por el dormitorio. Decidí que esa tarde saldría, solo faltaba encontrar la chaqueta que días atrás tiré en el rincón junto al armario. Apareció encima de todas las cartas con las que Claudia Lorenz me había hecho llorar, pensar, y volver a llorar meses atrás. No pude evitar mirarlas durante un rato mientras me ponía con parsimonia la chaqueta, era todo lo que tenía de ella, a veces en sueños las volvía a leer. A veces sentía que esta niña con apellido majestuoso volvía para torturarme mientras dormía, como lo hacía cuando estábamos juntos.

El sonido del timbre que anunciaba la cena, siempre me pareció pronto, me despertó de aquella realidad, fue entonces cuando me di cuenta de que había estado cerca de dos horas postrado a los pies de la cama observando los escritos que Claudia me había dejado. Tenía la chaqueta puesta y las manos frías, apoyadas en el suelo, quería volver a leerlas, pero no podía. Por unos minutos seguí sin poder moverme, pensarían que me había ido del internado si no llegaba a tiempo al comedor. Bajé asombrado por lo que pasó en mi habitación, no me había dado cuenta de todo el tiempo que había pasado. Aquel cuerpo rendido a los pies de la cama no era yo, mi mente había viajado años atrás, mi historia no duraba solo una hora, estoy seguro de que si el timbre no me hubiese sacado de aquella fantasía me podría haber quedado allí toda la noche.

La cena malísima, como todos los viernes. Ese pescado parecía recién sacado del puerto, aún olía a mar, quizá tuviese un buen sabor, pero no era capaz de comerlo. Después de cenar solía jugar a las cartas con Ángel y Carlos. No estaba permitido en el internado, el director opinaba que nos incitaba al derroche, a la mala vida, nunca comprenderé por qué. Allí dentro no teníamos nada de valor que poder apostar. Pero esa noche no fui con ellos. Claudia y yo habíamos quedado para despedirnos de manera oficial y definitiva, esa noche podría ser perfecta para recuperarla. Me escapé del internado, como hacía casi siempre después de las once, y nos encontramos a la salida del metro de Urquinaona. Caminamos dirección Ciudadela, o parque tenebroso como me gustaba llamarlo a mí. Ella llevaba encima unos gramos, y así como su personalidad y egocentrismo, lo que portaba también era tóxico.

Todo ocurrió muy deprisa, pero antes de que nos diéramos cuenta teníamos a unos secretas encima haciéndonos preguntas y trasladándonos a comisaría. Entre rejas Claudia me clavaba la mirada. No he hecho nada malo, me decía a mí mismo. La sombra de los barrotes le restaba lucidez a mi mente y en la penumbra de la celda escuchaba conversaciones que me incumbían. Escuchaba también a Claudia quejarse y a un agente repitiendo estúpidamente palabras ofensivas. Oía golpes y el intermitente roce de lo que suponía era el cuerpo del agente frotándose con el de Claudia.

Escuchaba también mi silencio absoluto y pensaba: me repondré de esto. Las llaves de la puerta del principio y el fin rajaban desde la primera capa de carne hasta el último tejido de su alma. Aumentaban todos los sonidos, y yo seguía ahí callado y parado. Se fugaba la intensidad y la identidad, y yo me iba con ella. Solté las rejas, salí de allí y esperé ya tranquilo fuera. Uno de los guardias me recriminó que era muy joven para andar por ahí de noche un viernes con drogas encima, y que se veía obligado a avisar a mis tutores de lo ocurrido. Esperé sin abrir la boca sobre lo que acababa de presenciar. Escuché risas y distinguí las siluetas de los agentes y de Claudia. Salimos a la calle, y yo me sentí más libre que nunca. Fue entonces cuando comprendí que el sentimiento de justicia no habitaba en mi interior, y que tal vez yo también me convertí en un criminal.

Ahora, diez años después, me viene ese momento a la mente, y solo sus chillidos hacen que por un segundo crea arrepentirme de la atrocidad que estoy cometiendo ahora mismo. Le tapo la boca y bajándome la bragueta pienso que solo es una tarde más.



Marina Koizumi


Relato para el concurso de historias de Hombres (y algunas mujeres) 
organizado por Zenda e Iberdrola



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